Una tarde soleada en el corazón de la jungla, un codicioso elefante salvaje estaba a la caza de su próxima dosis dulce. Tenía antojo de caña de azúcar y sabía exactamente dónde encontrarla.
Mientras caminaba entre el frondoso follaje, notó que pasaba un grupo de camiones, cada uno cargando cargas de caña de azúcar. Sin pensarlo dos veces, el elefante salió corriendo al camino con la esperanza de arrebatar algunos trozos del dulce.
Pero al acercarse a los camiones, vio algo que lo hizo detenerse en seco. Una pequeña familia de monos ya estaba ocupada saqueando la caña de azúcar, rebuscando entre los montones y masticando los jugosos tallos.
Sintiendo una punzada de culpa, el elefante se dio cuenta de que no podía irrumpir y quedarse con la caña de azúcar. Entonces, decidió esperar pacientemente al costado del camino, observando cómo los monos jugaban y comían a sus anchas.
Después de un tiempo, los monos se cansaron y se alejaron, dejando atrás algunos trozos de caña de azúcar esparcidos. Y fue entonces cuando el elefante hizo su movimiento. Se acercó con cuidado al montón de caña de azúcar y con cautela cogió un tallo, saboreando el dulce sabor mientras masticaba.
Pero incluso mientras disfrutaba de su regalo, el elefante no pudo evitar sentirse agradecido por la pequeña familia de monos que le habían precedido. Sabía que sin ellos, en primer lugar, no habría podido disfrutar de la caña de azúcar.
Y con ese pensamiento en mente, el elefante continuó su viaje por la selva, sintiéndose un poco más ligero y un poco más feliz que antes.